viernes, 23 de enero de 2009

Una Situación Incómoda

Algunas veces, la realidad supera la ficción, y esto no es una frase hecha.
Acababa de entrar el verano de 1982, y hacía un día maravilloso, arrancaba la mañana con un sol espléndido, una luz increíble. Por una rendija de mi cuarto, una luz cegadora me había despertado de un sueño profundo y reparador tras una noche movida de viernes.
Había quedado con un amigo, en ir a una playa de la costa de Lugo. El tenia una par de amigas que practicaban este noble deporte de enseñar, gratuitamente sus atributos, fuera de calendarios Pirelli, almanaques de camioneros, talleres de reparaciones, o lavados de coches.
La verdad para mi era una experiencia nueva, y excitante.
Me pasaría a recoger por mi casa a las 12,30 e iríamos a buscar a Olga y Natalia a la casa de esta última, sobre la una.
Nosotros poníamos el coche y ellas amablemente se habían comprometido a poner la merienda, ya sabéis, bocatas, alguna frutita de postre y mucho, mucho cariño y dedicación, eso comentaron dulcemente la noche anterior.
A un hombre no se le pueden decir según que cosas, de madrugada, medio pedo y quedando para ir a una playa nudista al día siguiente, la imaginación masculina es tan grande como limitada en temática.
Del camino a la playa, solo resaltar que era un paraje agreste, salvaje y bello. Enormes dunas de arena en un sendero sin fin, jalonado por uno matojos secos y de aspecto parduzco.
Encontramos un chiringuito al llegar, pequeño, de madera y algo destartalado, que separaba digamos la playa oficial, del banco de arena para nosotros entonces absolutamente novedoso e inquietante.
Tomamos un sendero estrecho y marcado por miles y miles de huellas de pisadas, cómplices de aquel incipiente nudismo.
Natalia y Olga delante, descalzas, al fondo una pequeña cala salpicada de parejas y pequeños grupos de gente tomando el sol. Un sol cegador y hermoso en un horizonte tan desnudo como sus pobladores.
Según nos acercábamos, ellas, como en un ritual, pecaminoso, lujurioso y explícito, se quitaba las prendas de ropa, a cada metro recorrido.
Buscamos un sitio, algo mas apartado donde dejar la ropa y tomar posesión de la zona, vimos como de una especie de dolmen Celta, un tímido chorro de agua, salía de entre las piedras graníticas que lo formaban. Ellas siempre tan previsoras, pensaron que podríamos refrescarnos y quizás darnos una ducha dulce después de nadar en el mar.




Un hombre en la lejanía, con un balde de plástico, caminaba con un bañador, naranja desde la otra punta de la playa de público digamos más formal, hacia la zona nudista. Me llamo la atención, que llevaba un sombrero de paja de ala ancha como Mejicano, con un par de agujeros algo destartalado pensé. No dejaba de seguirlo con la mirada, porque no acertaba a saber que llevaba en aquel cubo. Al acercarse a una pareja de bañistas me di cuenta que eran latas de refrescos que amablemente vendía en la playa.
¡Entonces ocurrió¡, en un tramo de arena, en una supuesta línea imaginaria que separaba la desnudez de la pudorosidad del lugar, se quito el bañador como si tal cosa y siguió con su negocio de los refrescos pero con un gorro Mejicano por única indumentaria.
Después de mas de tres horas unos bocatas y un par de latas de bebida del
camarero nudista ambulante. Simpático y con una jerga mas cercana a la trena, talego como diría el, que a un trabajador de hostelería.
Olga que tenia un cuerpo voluptuoso, de unas formas bellas y una piel morena, curtida, nos animó a ir a darnos un baño.
Sin pestañear , tanto Natalia como nosotros dos nos incorporamos y salimos dando una carrera al encuentro de nuestra amiga, que ya se había mojado, mas allá de la cintura y se zambullía como un delfín en un mar mas que tranquilo… sosegado , quieto.
Nosotros que solo queríamos refrescarnos, nos metimos de un tirón y salimos en apenas cinco minutos… cinco minutos que fueron los que se tomó, aquel ladrón de playa nudista en llevarnos toda la ropa, los bolsos y las carteras en la zona de rocas y manantiales donde habíamos decidido tumbarnos.
El camarero nudista, muy amablemente llamó a la Guardia Civil, que se personó en el lugar en apenas un cuarto de hora, parecía, la verdad un poco
bochornoso, rellenar y contestar a todas esas preguntas para el atestado, en bolas, con una mano delante y otra detrás, como quién dice.
Los policías, que esbozaban una pequeña sonrisa, mientras se miraban como alucinando por lo ridículo de la situación. Nosotros gracias a la amabilidad de los agentes de la ley, teníamos un tricornio por ropa interior, mientras una muchedumbre curiosa, se agolpaba en los alrededores, y cuchicheaba , aguantando una risa casi obligada, mientras uno de entre la
multitud gritaba, enervado, Olé, Olé, haciendo de la situación un símil taurino, arena, maestros, guardia civil y un tricornio que en tal posición parecía más una montera, que una hoja de parra.
La tarde se iba y con ella nuestro día, de playa…

domingo, 4 de enero de 2009

MOTEL JARDIN

Hace una mañana maravillosa, es otoño pero las hojas aun no cubren las calles, ni asfaltan de tonos tostados los suelos. Había salido a dar una vuelta por los alrededores de mi pueblo. Uno, pequeño, tranquilo, próximo a una ciudad media del norte del País.
Hacía tan buen tiempo que decidí marchar en moto. Esa sensación de libertad que da la moto, y que jamás un coche llega a trasmitir. Mi moto es lo más parecido a un caballo que existe, fuerte, rápido, ágil, noble, libre.
He pasado por casa de Andrea, por si se apunta y se viene a dar una vuelta. La vuelta es solo una excusa, me muero de ganas de verla, olerla, saborearla, tocarla, recorrerla, perderme en sus curvas, y dejar constancia de la mías.
Con frecuencia nos vemos y recabamos en un motelito, modesto discreto y limpio, de Oleiros.
Descubierto por casualidades del cinematógrafo. Siempre lo veíamos anunciado al ir a ver alguna de nuestras películas de arte y ensayo o de cine independiente, ahora tan complicadas de encontrar.
Ha habido suerte, esta en casa, de buen humor, con ganas de marcha, y
dispuesta a todo, debería haber jugado a la lotería. Es otoño, hace un día maravilloso, y tengo chica, motel y sexo.
Hemos decidido, desayunar en Santa Cristina, hay que reponer fuerzas, como dice ella, no sea que no des la talla, muchachote, ¡siempre me dice esas cosas!.
Andrea es tierna, dulce, amable, cariñosa y salvaje, es un cóctel difícil de igualar, de esa clase de mujer, entusiasta, siempre positiva, siempre alegre, siempre divertida, como si la vida, empezase cada mañana.
Hemos comido un bollo suizo, acompañado de una taza de café, también una tostada con un poco de mantequilla y mermelada de naranja amarga, la favorita de mi hermana, por cierto.
Pillamos los cascos, las chupas de cuero, y cabalgamos en nuestro caballo mecánico hacia la ruta del placer, la autopista del deseo, la morada del infiel, como siempre llamamos a este, pecaminoso motel de carretera.
Hay que decir que la motocicleta no es el vehículo mas apropiado, en cuestiones de discreción, sobre todo para este tipo de aventuras, pero somos libres, y nada más que adulteramos las feromonas, para calmarlas después placidamente.
Hay una amable señorita en recepción.
Una pequeña barrera separa la lujuria de la vida tediosa mundana, como si de una metáfora se tratase, sube y baja tanto como las herramientas de los huéspedes de tan nobles y sudorosas habitaciones.


Nos han dado un mando de garaje y una tarjeta para entrar en la habitación, en apenas cien metros, tenemos el número señalado en una cilíndrica y plana chapa de acero en la puerta. Como si el destino nos señalase tenemos la habitación número 69 .
Hemos dejado la moto en el garaje interior, y entramos enroscados en
un beso de tornillo, más húmedo que la propia mañana Gallega. La cama a la derecha, el baño al fondo. Como decoración, apenas un par de apliques de pared, y un mini bar, que completan una minimalista y acogedora estancia.
En apenas 25 metros cuadrados, hay todo lo indispensable para amar, sentir, gozar y como no, engañar… cuantas historias sórdidas habrán soportado estas sábanas, blancas como la nieve y tan bien planchadas.
Dos mesillas de un solo cajón, una a cada lado de la cama, un cenicero, un expendedor de preservativos, ¡ como no ¡, y una caja de pañuelos desechables por atrezzo.
Andrea ha ido al cuarto de baño, mientras yo ojeo, y hago un barrido, por toda la sala. Me he quedado como ensimismado, mirando al techo plomizo, pensando en cuantas historias podrían contar aquellas paredes color pistacho, cuantos desengaños, cuentos engaños, ¡ porque no !, cuanto amor enlatado, encorsetado en un motel de carretera.
Como en un segundo perdí la noción del tiempo, me quedé transpuesto en la cama… Despierto, miro mi reloj y son las 3 de la tarde, me parece imposible, hemos llegado a las 12,30 como puede ser eso. ¡Y Andrea ¡
¿A donde se ha ido?,¿ Donde ha estado todo ese tiempo?.
Un sudor helado, recorre todo mi cuerpo, mientras mi mirada se clava en un pequeño sobre que sobresale tímidamente de la mesilla derecha de mi cama. ¡ Parece la letra de Andrea !
Demasiado tiempo y demasiado silencio…
Quiero y no puedo abrirlo, me aterra lo que pueda tener escrito, es evidente que nada bueno augura ese trozo de papel . Me armo de valor y lo abro metiendo un dedo por una esquina, lo destrozo por un lado, apenas dos lacónicas frases.
“Miguel, lo siento, estoy enamorada de Laura, soy bisexual y nunca me he atrevido a contártelo”.
“Espero que algún día me perdones… hasta siempre”.
Parecía como si todo me diera vueltas. ¿ Porque ahora ¿, ¿porque en el motel que habíamos frecuentado tantas veces?, ¿ porque, de esa manera ¿ porque dejarme dormir y soltármelo por escrito ¿,¿ porque…conociéndola como la conozco, o parecía conocer, no me había dado cuenta antes…
¿Por qué ¿…